El fantasma caníbal y la niña encantada

La niña encantada dejó de temblar y se fue despacio encantando a todos. 
Los ojos abiertos llenos de bondad.
Pasaron los años y el fantasma enano caníbal no tuvo nada que comer.
Se encontró tan solo, tan desamparado que lloró un minuto y no por compasión sino porque nunca nada es para siempre, mientras eructaba dulce tiburón.
Durmió nueve siglos y una madrugada despertó exaltado, lleno de emoción.
La niña encantada de Ciudad del Cabo le brindó su leche, le brindó ilusión.
Ella había esperado bajo un mastodonte besar al caníbal y hacerlo feliz.
Caminaron juntos ciudades vacías, cerca de la orilla, lejanos al fin.
Entonces fue encantada por esa mirada a la que quitó vida un día de abril.
Y murió eternamente el fantasma caníbal.
La niña del Cabo tuvo así que atarse en una buhardilla de un techo en París.
Cuando el lobo aúlla su furia infinita se huele un aroma perfecto y sutil
es ella que agita su turbia melena sobre aquella enana venganza de abril.

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